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Nicanor Parra

29 / 01 / 2018

Carlos Peña.

“…hay en él una concepción del lenguaje como un don que nos promete y, a la vez, nos niega; un artefacto, por llamarlo así, que nos permite formular preguntas cuyas respuestas, sin embargo, no nos es dado encontrar nunca…”. 

¿Dónde radica la genialidad de Nicanor Parra, cuya ausencia, a contar de ayer, amenaza con un desierto? A menudo se piensa que ella deriva del sentido del humor de que hacía gala y de su notable habilidad para construir versos a veces desopilantes, sorpresivos, que parecían empeñados en mostrar el revés de las cosas, ese aspecto de la vida que el lugar común oculta y a la vez expresa.

Pero no es esa exactamente la clave de su escritura y de su genialidad. Nicanor Parra es, de todos los poetas chilenos, el que estuvo más cerca de las grandes preocupaciones del hombre contemporáneo, las mismas de las que se ocuparon autores en apariencia tan lejanos como Wittgenstein o Heidegger, a quienes, a pesar de sus intentos por disfrazarse de simple o de paleto en esta vida, Nicanor Parra conoció muy bien.

Hay en él, desde luego, una concepción del lenguaje como un don que nos promete y, a la vez, nos niega; un artefacto, por llamarlo así, que nos permite formular preguntas cuyas respuestas, sin embargo, no nos es dado encontrar nunca. Buena parte de sus aparentes juegos verbales, que al lector ocasional parecen simpáticos, ocurrencias de un anciano de jeans, muestran esa convicción de que el lenguaje es el látigo de Dios, como llamaba Capote a la escritura, algo que nos consuela y nos defrauda, que nos promete y nos niega (“He preguntado no sé cuántas veces / pero nadie contesta mis preguntas / es absolutamente necesario / que el abismo responda de una vez / porque ya va quedando poco tiempo”). Algo similar había dicho Kant en la primera Crítica o reiterado Wittgenstein en una de sus conferencias: es propio de la condición humana formular preguntas cuyas respuestas no le es dado responder.

Es por esa convicción acerca de la índole del lenguaje que Nicanor Parra se negó siempre a presentar la poesía como un discurso que permitiera asomarse a las profundidades insondables o una forma de comunicación capaz de mostrarnos la índole más propia de la condición humana. Para él la poesía estaba condenada al fracaso, o más bien su fracaso a revelar el punto ciego de la condición humana, era su triunfo más propio: “Me retracto de todo lo dicho / a pesar de que fue escrito con sangre / no representa lo que quise decir…”.

La poesía era una escalera que debía ser arrojada una vez que se sube por ella.

La condición humana aparece así en Parra como amenazada por eventos o acontecimientos que revelan una grieta. No es propiamente el absurdo lo que aparece en su poesía, sino lo incomprensible, las preguntas que vagan en el lenguaje del día a día, ocultos en los lugares comunes, buscando una respuesta. El tonto solemne del que se aleja en “La montaña rusa” (“La poesía fue / el paraíso del tonto solemne / hasta que vine yo / y me instalé con mi montaña rusa”.) es el poeta que piensa que la poesía está llamada a develar las verdades sensibles, eternas y temblorosas de la condición humana. Nicanor Parra no creía que ese fuera el destino de la poesía: “¡Silencio mierda -dice uno de sus artefactos- que con dos mil años de mentiras basta!”.

Tampoco creyó que la poesía fuera una forma de extravertir la propia subjetividad, enajenando los sentimientos que la aquejaban. Y es que para él a través de la poesía no habla la subjetividad del poeta, sino un Otro que alojado en el lenguaje constituye tanto a quienes poetizan como a quienes escuchan poetizar. La tarea del poeta no es emplear la poesía para extrovertirse. El poeta es un médium a través del cual habla el Otro que se esconde y se camufla en el lenguaje, ese Otro que es el sedimento de preguntas estupefacientes y sorpresivas que millones y millones han ido dejando poco a poco en la cultura, escondidas en el habla de la calle y donde se insinúa el “abismo de la noche oscura”.

No fue, en fin, un habitante de multitudes (a pesar de que las multitudes lo convirtieron en un poeta pop). Para él la verdadera condición humana era la individualidad y la independencia insobornable. Dio ejemplos notables, con su rechazo a la revolución cubana y más tarde a la dictadura, conductas que entonces cobraron la soledad y el aislamiento como premio. Por eso, y a pesar de que el “Hombre imaginario” es su poema más conocido, quizá el que mejor lo retrata para la eternidad de la cultura donde acaba ayer de ingresar, sea el “Soliloquio del individuo”. Allí relata la epopeya humana, que la vida de cada uno resume, como la construcción de un sujeto que transita e interroga e interroga: “Miré por una cerradura, / Sí, miré, qué digo, miré, / Para salir de la duda miré, / Detrás de unas cortinas, (…) Pero no: la vida no tiene sentido”.

 

Homenaje a Nicanor Parra rendido por la Escuela de Literatura Creativa UDP

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